Érase una vez un pastor por el monte solo, lei, odolei, odolei iu y donde digo pastor, digo ministra de Educación, y donde pone monte, léase mundo educativo. El lei, odolei… no es más que esa cancioncilla desinteresada y sin sentido que se cuela en todos los cuentos y que no hace falta aclarar, ¿no?: odoLEY, odoLEY…, pues eso.
Resulta que aquel pastor, muy aficionado al rebaño, como no podía ser de otra manera, cantaba y cantaba (madre mía si cantaba…) y era su voz tan poderosa y fuerte que primero le escuchó el príncipe, ¿o fue él quien lo mandó cantar? Después le oyeron los leñadores, muy valorados en su profesión por obtener leña que echar al fuego, y luego los que comían y los que bebían y todos venga odoLEY por aquí, venga odoLEY por allá, ¡contentísimos! Pero ay, amigos… tanto alboroto llegó a oídos de una mocita que también estaba muy contenta en su colegio… Y desconcentrando a aquella niña, última y principal afectada por un jaleo descomunal, el cabrero, que seguía embriagado con su ruido desafinado de monte a monte, sin oír ya a nada ni a nadie, perdió definitivamente la melodía.
Todo apunta a que el pastor se quedó sordo del todo, pero aún no sabemos si se terminará callando, porque esta historia no ha hecho más que empezar. Lo que sí es seguro es que aquella niña quiso replicar y lo hizo con esmero, de la mano de su madre que la escuchaba radiante y de sus profesores y directores y con toda esa libertad que se merecen los niños, ya que, algún día, serán ellos los encargados de cantar y odoLEYar juntos, y habrán de hacerlo sin dejar de escuchar a nadie. De momento y para que eso siga siendo así, sumemos nuestra voz por la pluralidad, la igualdad y la libertad y contra la cantinela de la odoLEY, odoLEY: ¡odelú!
Graciela G. Oyarzabal
Departamento de Comunicación