La tierra del sol naciente se convirtió hace tiempo en el amanecer que Occidente se sienta a observar, de vez en cuando, con esa distancia que mantiene la chispa de los amores platónicos. Y en plan fetichista, consumimos sushi a domicilio, budas de cerámica de “los chinos”, letras que significan “mamá” (con lo bonito que es “mamá”) tatuadas en la piel y proverbios de todo tipo en Google. Al respecto: “Te fascina de repente, te rindes repentinamente”.
En medio de una enfermedad por el inglés, la innovación y la tecnología, todavía queda gente que, al menos, pone de moda palabras referidas a “igualdad, tolerancia, respeto, integración…” y quizás, aunque menos mal que ponen esas palabras, venda, venda para los gobernantes y otros tantos, para ganar puntos, para subir peldaños y para quedar bien, pero no tanto es decirlas y venderlas, como hacerlas y sentirlas. Hay una gran diferencia entre decir que todos somos distintos pero iguales, a sentirlo de verdad y a vivirlo día a día. El Colegio Dulce Nombre es un centro vicenciano por excelencia, donde el Carisma Vicenciano enraizado en San Vicente y Santa Luisa se vive a golpe de latido cada día.
No es que ojalá la música cambie el mundo, a modo de axioma utópico y también manido que se usa en plan lalala como si no fuera posible. Es que de hecho ya lo está cambiando, siempre lo ha hecho, aunque a veces no seamos conscientes; al igual que, nos guste o no, las redes sociales han modificado la forma en que nos comunicamos. Es una realidad. La cuestión, por tanto, no es que la música cambie el mundo, sino cómo lo cambia.