Recientemente, se ha publicado en la Comunidad de Madrid una ley con la que se pretende alcanzar la gratuidad de los libros de texto y del material curricular. ¿Quién puede estar en contra? Sin duda, el fin perseguido es loable y forma parte del histórico repertorio de legítimas reivindicaciones que las familias vienen planteando desde hace lustros a los distintos gobiernos. En ese sentido, pues, nada que objetar y mucho que felicitar. ¡Enhorabuena a los premiados!
El problema viene cuando uno se adentra en el articulado de la norma en cuestión, y empieza a deslizarse por las condiciones que hacen posible el ejercicio de ese derecho. Condiciones enormemente complejas para el conjunto de los destinatarios de esta legislación, y muy especialmente para los centros educativos, que se verán obligados a buscar recursos humanos y materiales extraordinarios que les permitan hacer frente a esta enjundiosa tarea.
Pero siendo serio este problema derivado de la gestión de depósitos, entregas, adquisiciones, y todos los demás líos, desde mi punto de vista me parece de más complicado cumplimiento el de la asepsia, ¡la dichosa asepsia! Y es que... ¿Cómo alguien en su sano juicio pretende que alguien, en su sano juicio también, establezca una relación aséptica con un objeto tan plástico, tan sensual, tan masticable, tan coloreable, tan pellizcable, tan manoseable, tan apuntable, tan... como es un libro? De todo punto y verdad, ¡imposible!
Hace algún tiempo tuve ocasión de participar en un debate titulado "mochila digital". Una estupenda tertulia moderada por mi amigo Constantino Mediavilla, en la que distintos expertos aportaban su visión autorizada y profunda sobre las TIC,s y sobre la incorporación de dispositivos y contenidos digitales a las aulas y a las rutinas del alumnado. Cuando llegó mi turno, ante la sorpresa de mis compañeros de debate y, sobre todo, ante la estupefacción del patrocinador del acto, -una importantísima multinacional tecnológica por más señas-, manifesté que me había pasado el verano ordenando las estanterías de nuestra casa familiar, ubicada en un perdido pueblo manchego, y que el gozo que me había aportado revisar, revisitar, tocar, oler y saborear los vetustos y amarillentos libros de texto de mi infancia y juventud no tenía parangón. Durante días de estío, pude reencontrarme con el niño que pintaba mostachos a las ilustraciones del libro de Historia; con el adolescente que anotaba (con sorprendente claridad y orden, para mi sorpresa y contraste con la práctica actual) las síntesis de cada párrafo de Sociales; con el mal estudiante que huía como podía de las Matemáticas, dejando rastro ilustrado de su fuga; con el seguidor de grupos musicales que grafiteaba los nombres de los artistas de aquel momento en página sí y página también; ... En definitiva, me encontré con un tipo que se esconde tras mi epidermis, con el que sigo compartiendo alma (y poco más), y que en su proceso de crecimiento/decrecimiento ha ido dejando su huella en los libros que le acompañaron en aquella etapa determinante. Una huella que sigue presente en el papel que fue testigo de aquellos momentos.
Francamente, se me hace difícil concebir que la relación entre un niño o un adolescente, y su libro de texto, pueda desarrollarse en términos distintos a los que se derivan de que uno exprima al otro; de que el otro extraiga del uno; a que uno y otro se transfieran lagrimas, trazos, pellizcos, risas, alientos, colores... Francamente, me parece que el perverso y casi maquiavélico esfuerzo de "mírame y no me toques" que exige esta nueva ley es de difícil cumplimiento. Y es que los libros nos invitan a mirarlos, a leerlos... pero también a tocarlos. En cualquier caso, bienvenida la gratuidad, pero... ¡A qué precio!
Emilio Díaz
Responsable de Comunicación y Relaciones Institucionales