De “mariconez” a “feo” hay un cúmulo de “idiotez” que deja la palabra “ridículo” en la cima de la “sensatez”. Pero no solo de idiotez vive el hombre. Por encima de ella está la tiranía de la censura que no se ve, porque ya la llevamos dentro, porque se ha hecho propia, porque desde luego decir “negro” “gordo” o “loco” es muy “feo”, aunque desde que los editores de Roald Dahl, el escritor de los libros de “Matilda” o “Charlie y la fábrica de chocolate”, han eliminado de sus novelas la palabra “feo” (entre muchas otras), para no ofender, puede que “negro”, “gordo” o “loco” se conviertan en “bonito”, en la más absurda paradoja en la que se ha encontrado nunca el lenguaje. Ahora la censura (digamos mejor el “retoque”) es una especie de “bien común” que nos protege y hace de nosotros perfectos “idiotas”, perdón “idiotes”, perdón “bonites” (con toda la intención de ofender) que van cantando “lalaralalita una florecita…”.
Que el lenguaje ha de evolucionar, adaptarse, enriquecerse es obvio, pero desde la más absoluta libertad, porque es, precisamente, lo que nos hace libres de pensamiento. Por eso, nuestro empeño por amputarlo, de una forma tan “gore”, no es más que una maniobra suicida que nos avoca a una realidad ficticia al estilo de la película Pleasantville. Esperemos que aquí también acabe triunfando el “color”, sobre todo, porque las palabras solo se limitan a describir el mundo; la intención la ponemos nosotros, del mismo modo que los cuchillos, destornilladores, objetos punzantes, lejía, amoniaco o cualquier otro producto afilado, tóxico, pesado, o inflamable no tienen la culpa de que nos dé por matar con ellos. Pero claro, para aprender a hablar -aún estamos en ello-, primero habremos de asumir nuestra responsabilidad con el lenguaje, entre tanto, a quien moleste este texto que le pida explicaciones a él.
Graciela Oyarzabal
Departamento de Comunicación